sábado, 3 de julio de 2010

Pateando lunas en la casa de los espejos

El Distrito es una ciudad que visito con mucho gusto, me encanta el caos y ahí lo encuentras bajo la nata gris que sobrevuela sus edificios. Llegar e instalarnos en la casa de los espejos que comandaba el gran Julio, gato cuasi humano al que sólo le faltaba hablar y beber contigo, el resto lo hacía desde sus ojos brillantes, siempre teniéndonos lástima por ser tan humanos.

El motivo de viajar era muy simple, estrechar manos y abrazar cuerpos que sólo tan lejos podías encontrar. La casa de los espejos era mujer, mujer por donde la vieras, yo tan extraño ahí como un mal que llega sin anunciarse, me hice de un sillón y un remedio para la tos, que si no te la quita se te olvida, y el olvido es algo que me asusta tanto como el recuerdo de no tener el recuerdo fresco, de tratar de que alguien ahí, donde se multiplican las sombras tenga que recordarte que pasó aquella noche donde volando por Reforma vi un ángel tan dorado que me sacó de la memoria sus alas, tan alta que pude haber querido ir a besarle los pechos oxidados.

Llegando al lugar de los sacrificios, ahí donde la herida sería abierta, mientras hacía fila, salió el león de mi pecho y las lunas que sostenían el lugar las fui derribando a patadas. El lugar no cayó, porque la sangre es muy espesa y la salva, quise conocer sus entrañas y me pasee por sus tripas, vi el escenario desde arriba y me aventé a un público imaginario que no me cachó, pero me quedé dormido esperando que llegaran los demás. Mientras las botas pasaban sobre mi cuerpo yo soñaba que un grupo de ángeles me mecían con un riff de guitarra gibson, justo antes del estallar de luces en el escenario recobré mi cuerpo y pude ver el final de dos horas atravesadas por palabras que parecían navajas, todos sangramos, pero todos fuimos felices.

Al día siguiente todavía tuvimos la suficiente cordura para caminar por el animal herido que es la ciudad buscando direcciones falsas, por pura intuición y como guiados por demonios llegamos a una casa donde nos esperaban los amigos de la herida de la noche anterior y los pascuales, ¿pascuales? Después de un déja vù de carnes asada a la chilanga, regresamos a Torreón con el recuerdo intacto y unas cuantas lágrimas que prometían volver a las tripas de la vida, al intenso sonar del esqueleto, al reventar de tímpanos y a la risa chimuela y triste de la desesperante vida que no nos alcanza para decir ¡salud!

Amén.

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